viernes, 15 de enero de 2010

La expedición al Salar de Uyuni – 1º Etapa - Entre el desierto y la altura.

Tal como estaba previsto, luego del desayuno, se cargó el equipaje, provisiones, agua mineral, golosinas y partimos en medio del entusiasmo y la ansiedad.
Estábamos saliendo de Tupiza, cuando Margarita comenzó a hablar para decirnos que durante la expedición debíamos comportarnos como una familia, ayudarnos y prestar atención a las recomendaciones. Nos explicaron que en ciertos lugares no encontraríamos agua. La luz en los refugios se apagaba a las 23 horas porque se alimentaba con paneles solares, por lo que debíamos cargar las baterías de las cámaras antes de esa hora. Pensé en que había sido una medida acertada llevar la linterna (que me acompañaba desde mi excursión al Macchu Picchu) y haber comprado suficientes pilas para la cámara, pues no usaba baterías y las recargables demoraban varias horas para recuperar la carga; tenía conmigo una docena de pilas descartables de alto rendimiento, pues me avisaron que su duración era sustancialmente menor en zonas de altura.
Tupiza estaba a 2.950 metros, desde allí se inició la trepada, tornándose un pequeño punto mientras el camino continuaba zigzagueando en medio de las montañas. El paisaje que descubría a medida que avanzábamos era fantástico. El viento había tallado las rocas y la vegetación se modificaba. Descubría especies que veía por primera vez. Hacía media hora que habíamos salido de Tupiza cuando una piedra del camino salió disparada y golpeó con un estampido debajo. Paramos y Raúl (el chofer) bajó a controlar si todo estaba bien. Nos dijo que había una pequeña rotura (no entendí bien de que se trataba) que podría solucionarlo de inmediato, pero que prefería volver hasta el pueblo, pues allí lo haría más rápidamente. Elegimos quedarnos a disfrutar del lugar hasta su regreso, pues el paisaje valía la pena; estábamos en una cumbre, tomamos mate, sacamos fotografías y conversamos de cuales eran nuestras respectivas actividades. Antes que nos diéramos cuenta del paso de los minutos, Raúl había regresado y seguimos camino. Donde veíamos algo interesante o curioso -con infinita paciencia de quién realizaba el oficio de chofer y guía- daba explicaciones, paraba para que tomáramos fotos o se reía de nuestras (ciertas veces) absurdas preguntas.
Cruzamos un campamento de obreros que extraían oro, vimos a la distancia una montaña con vetas de cobre, que llamaba la atención por su vívido color turquesa (producto de la oxidación en contacto con el oxígeno) y pasamos hacia el lado opuesto de la primera cadena montañosa, a nuestros pies se desplegaba un amplio valle cubierto de césped sembrado de margaritas silvestres, por medio del valle un riacho formado en una vertiente que surgía a poca distancia y el cielo limpio de un celeste enceguecedor, completaban lo que parecía un cuadro que se asemejaba más a un prado arrancado de otro lugar e implantado allí. No parecía que estábamos en medio de montañas que hasta hace pocos instantes se nos antojaban resecas. Margarita dijo que allí haríamos el almuerzo. El sol caía a pleno, pero no lo sentíamos; una brisa suave y fresca acariciaba; sin embargo nos aconsejaron cubrirnos y ponernos pantalla solar porque nos haría mal.
Mientras admirábamos este bello lugar, pusieron un mantel sobre el césped, fuentes con paltas, pepinos, tomates y diferentes tipos de vegetales en ensalada muy bien decorados, frutas, pollo horneado, bebidas sin alcohol, agua mineral fresca, vajilla y servilletas, se expusieron a nuestros ojos y nos llamaron a comer; mientras el guía, la cocinera y el pequeño, se retiraban y lo hacían en un lugar alejado de nuestra improvisada mesa. Esa era la costumbre, nos dijeron… Se recogió todo, lavaron las cosas, reunieron los desperdicios en una bolsa y la guardaron. La consigna era no dejar ni un papel de caramelo para conservar ese sitio del mismo modo en que lo habíamos encontrado y continuamos el viaje. (Como comentario especial, puedo decir que tenía una impresión errónea de ciertas costumbres; sin embargo, observé entre las muchas personas que tuve oportunidad de conocer oriundas de Bolivia, que cuidan mucho el entorno y son respetuosas de la naturaleza; cuestión que no es igual entre muchos de los turistas; quienes tiran bolsas de plástico, latas, etcétera, en cualquier parte)
Cruzamos un pequeño poblado llamado San Vicente, con no más de 50 viviendas de adobe y una pequeña iglesia en el centro. Desde la distancia parecía tener mucha actividad; sin embargo, al acercarnos, los habitantes se metieron en sus casas, solo tres niños nos observaron desde lejos, escondidos detrás de un poste de electricidad. Allí supimos que las personas que habitan en estas zonas rurales, son reacios a entablar conversación y se disgustan si tratas de fotografiarlos.
Viajamos durante el resto de la tarde; cuando anochecía, llegamos a San Antonio de Lípez a 4200 metros de altura, en ese lugar haríamos noche; vimos innumerable cantidad de vehículos de las diferentes excursiones que iban estacionando en distintos refugios. Oscurecía rápidamente, el viento soplaba con fuerza y hacía mucho frío. Saludamos a los dueños del refugio; ella era una mujer pequeña que se encontraba tejiendo una manta en un telar con lana de vicuña teñida de colores brillantes, murmuró palabras de bienvenida y siguió entregada a su tarea. Él un hombre bajo, nervudo, se quitó el sombrero y mostró su sonrisa, deseando que tuviésemos una linda estadía. Bajamos las mochilas y entramos a la habitación, donde dormiríamos. Era limpia, tenía alrededor de 5 por 7 metros de dimensión; seis camas enfrentadas (tres a cada lado), con sábanas y acolchados de vivos colores.
Dejamos el equipaje, cada uno a lado de la cama que usaría, los baños, el comedor y la cocina, estaban construidos como habitaciones continuas, alrededor de un patio central que servía para estacionar el vehículo. De igual forma, y a continuación estaban las habitaciones que usaba la familia de los dueños.
Tomamos la cena, (sabrosa, como todo lo que preparaba nuestra cocinera) y nos fuimos a dormir. Allí no podíamos ducharnos, por la escasez de agua; solo era realizarse la higiene imprescindible; a las 22 horas, estábamos ya en nuestras camas, agotados por la primera jornada. Debíamos levantarnos a las 4 y partir 4,30 luego del desayuno.
En este tipo de refugios, aprendí a vestirme y desvestirme debajo de las frazadas; pues compartíamos habitación todos los viajeros (salvo el personal, que dormía en otra habitación) Los hombres en cambio, se desvestían y cambiaban de ropa, solo dándonos la espalda y parecían encontrarse solos; hablaban y bromeaban aludiendo a que no podrían portarse mal porque éramos demasiadas mujeres.
Puntualmente a las 4, nos levantamos a la luz de las linternas; nos ingeniamos para bañarnos (a medias) con ayuda de una botella de agua mineral que convertimos en jarra, pues agua había (helada), pero no duchas. Sara me tiraba agua (luego hice lo mismo) y yo emitía chillidos cada vez que caía sobre mi piel, (esperando que no se escuchara) pero esta prueba me valió un catarro, hasta que me adapté a la falta de baño.
Tomamos en el comedor, un rico y caliente desayuno, con panecillos amasados, mermelada, mantequilla y frutas y partimos. Al amanecer llegamos al pueblo fantasma a 4.690 metros; eran las ruinas de San Antonio, un antiguo poblado muy próspero, que había dejado sus ordenadas costumbres debido a la fiebre por la explotación del oro y terminó desapareciendo (según los relatos) por una maldición. La descendencia y antiguos pobladores, decidieron irse del lugar para fundar San Antonio de Lípez, donde habíamos pasado la noche.
El lugar ella bellísimo al amanecer, en las cercanías se observaba el Volcán Uturuncu cubierto de nieve, de 6008 metros. Absorta en tratar de captar fotografías atractivas, me paré en una saliente, saqué la foto y rodé en las piedras. Dolorida y asustada (igual que todos, por mi caída) los tranquilicé diciéndoles que eran apenas magullones (pero me dolía todo el cuerpo). De allí en adelante, traté de ser más cautelosa, mirando donde ponía los pies.
Continuamos la subida, las cápsulas que tomaba cada mañana al despertar, hacían que no tuviera problemas con la altura; sin embargo igualmente llevábamos una buena ración de chocolates, que nos permitían una reserva de energía.
Eran muy temprano en la mañana cuando divisamos la Laguna Kolipa a 4.855 metros; la visión era irreal, creía que no vería algo tan bello como esto en otra parte, sin embargo, estaba equivocada. Estábamos entrando a la Reserva Natural Eduardo Avaroa. Era el segundo día; aun restaba por conocer un mundo de colores tan extraño y maravilloso como jamás había imaginado.
Magui Montero
Referencias: Fotos 1, 2, 3 -Mientras trepamos y nos alejamos de Tupiza. 4, 5- Lugar donde hicimos el primer almuerzo. 6 -Mina de cobre. 7 -Parada en San Vicente, con Margarita. 8, 9, 10-En el refugio de San Antonio de Lipez. 11- llegando al pueblo fantasma de San Antonio. 12, 13, 14- Mientras nos acercamos a Laguna Kolipa. 15-Rumiantes pastando.

2 comentarios:

Eu dijo...

que linda experiencia...me gustaria preguntarte sobre ciertos datos...por ejemplo el nombre de la agencia de turismo que los llevo...me los darias?

Magui Montero dijo...

No hay problema, la agencia se llama La Torre, y está ubicada en una de las principales calles de Tupiza. Aunque hay muchísimas que ofrecen similares servicios. Un abrazo, y la mayor de las suertes!
Magui