domingo, 28 de diciembre de 2008

LO QUE APRENDÍ

Me desperté temprano, y pedí el desayuno en la habitación, para tener tiempo de preparar el equipaje. Separé ropa cómoda y liviana, pues ya sabía que el trayecto de regreso a Varadero, demoraba bastante; por otra parte saldríamos de La Habana a la hora que el sol caía más fuerte.
Mientras armaba las valijas pensé que estaba aprendiendo mucho acerca de este país. La mayoría de los cubanos con quienes había podido entablar conversación eran personas cultas, educadas, esforzados trabajadores; adquirían mercadería para su propio consumo por medio de tarjetas de racionamiento; por lo cual, cualquiera fuese la profesión que tuvieran, trataban de realizar tareas relacionadas con el turismo internacional, para tener oportunidad de recibir dólares en concepto de propinas. Este tipo de ingreso “extra” les permitía adquirir productos tanto en el mercado negro ó por medio de alguna persona que tuviese acceso a los lugares destinados a ventas para los turistas. A los residentes les estaba prohibido manejarse con moneda extranjera. En Cuba circulan dos tipos de monedas: el Peso Cubano (CUP ó MN) y el Peso Cubano Convertible (CUC), el residente usa el Peso Cubano (de menor valor); el extranjero el Peso Cubano Convertible o los dólares –según sea el lugar donde adquiera-.
Para los visitantes de otros países los productos resultan bastante caros, por lo que imagino, que para quienes viven en ese País es aun más difícil.
El tabaco, de buena calidad cuesta una fortuna para los turistas; aunque se puede conseguir comprando en la calle, pero no es bueno, son lo que yo llamaría cigarros “mentirosos” pues de afuera se ven similares a los de marca, pero por dentro están armados con restos de tabaco picado o son de mala terminación. Es aconsejable cambiar el dinero solamente en los hoteles y casas de cambio, pues se corre el riesgo de ser engañado (porque se ignora la diferencia entre uno y otro tipo de moneda).
También aprendí que no tengo gustos refinados y prefiero las vieyras que son más dulzonas a las ostras, de gusto un poco más fuerte; probé por primera vez langosta y cangrejo, quedé maravillada de su buen sabor. La cerveza es riquísima, la que más se consume es la rubia. Me agradó tanto el ron blanco como el dorado y el mojito se convierte en un “vicio” para quien lo prueba bien preparado. Las comidas tradicionales son sabrosas, de buen aroma y condimentadas.
En mi última salida en esa ciudad, opté por ir a almorzar en uno de los pequeños restaurantes llamados “paladar”. Allí es posible degustar comidas de la cocina criolla o más refinada. Tenía curiosidad por saber de que se trataba.
Fue una hermosa experiencia. Era una casa antigua, el salón de dimensiones no demasiado amplias; con pequeñas mesas cubiertas de manteles blancos labrados. También los vidrios de las ventanas estaban cubiertos por visillos bordados; las paredes pintadas de celeste pálido daban al ambiente una atmósfera confortable. La vajilla y platería eran antiquísimos y refinados. Cubiertos de plata y copas de cristal labradas. Nos explicaron que esos elementos habían pertenecido a las antiguas familias encumbradas que habitaban en la Isla y fueron confiscados en la época de la Revolución.
El derecho a tener un Paladar se lo habían ganado porque el padre de quienes regenteaban este pequeño establecimiento, había muerto en la lucha revolucionaria.
Pedí pollo relleno a la usanza criolla; el plato estaba exquisito, de muy buen sazón. Yo elegí tomar cerveza rubia, otros pidieron camarones y pescado, que acompañaron con vino blanco. Mi postre fue ensalada de frutas con un toque de crema. Eran manjares salidos de la cocina artesanal de una mujer cubana.
Si bien se demoró el momento de servir el menú elegido - lo que era razonable- pues se preparaba cada uno de los platos luego de la elección, no nos preocupamos, porque la charla nos mantuvo entretenidos y disfrutamos de este momento tan bonito. Las horas pasaban, volvimos al hotel con el tiempo justo para que nos recogieran.
Nuestra estadía en La Habana concluía. A partir de esa tarde tendríamos oportunidad de disfrutar de las playas de Varadero. Un lugar bellísimo y diferente.

Magui Montero
NOTA: Imágenes extraídas de internet

lunes, 22 de diciembre de 2008

ÚLTIMA NOCHE EN LA HABANA

Cuando regresé al Hotel, me pareció que había cruzado la frontera de la sinrazón. Estaba en un mundo diferente, las luces brillaban, música suave, lujo, gente hablando en distintos idiomas, grupos de personas distendidos echados indolentemente en los sillones del lobby. A escasos metros del lugar donde esperaba la llegada del ascensor, observé un hombre cuyo rostro me parecía conocer. ¿Dónde lo había visto antes? Delgado apuesto, muy alto, ojos profundamente azules, tez bronceada.
Supongo que mi insistente mirada, hizo que también dirigiera sus ojos hacia mi; sonrió con picardía y me dijo –hola, como estás? En un español básico y esforzado. Reconocí a un famoso actor de cine que yo admiraba y ni en mis sueños más locos hubiese imaginado conocer; menos aun que me dirigiese un saludo. Le respondí con un –buenas noches, que impensadamente sonó más bien como una invitación pecaminosa. Afortunadamente se abrió la puerta del ascensor y me perdí en medio de otros pasajeros, con el rostro cubierto de rubor.
Tomé un baño, me arreglé y bajé a cenar, en el comedor un trío de cuerdas, con acompañamiento de tumbadoras, ejecutaba conocidas canciones. El colorido y la decoración de la comida eran deslumbrantes.
Disfruté de un cóctel de camarones y vino blanco frío, un postre riquísimo cuyo nombre no recuerdo y café. Estaba cansada, ese día habían pasado demasiadas cosas, pero no quería irme a dormir. Al día siguiente, a las tres y media de la tarde partía para Varadero. La Habana me estaba mostrando su otro rostro, aquel del que disfrutaba la mayoría de los extranjeros que llegaban a la isla; pero a mi me había impactado la hermosa tarde que pasara en compañía de quienes, como muchos otros cubanos hacían una vida apacible y sencilla; donde las familias eran parecidas a miles de otras de cualquier lugar del mundo.
El grupo de compañeros de viaje me incitó a conocer el Piano - Bar del hotel, donde había espectáculo en vivo. En realidad era un cabaret de lujo, que tenía su propio plantel de acompañantes; una cubana bellísima enfundada en ajustado traje de noche cantaba acompañada de un pianista. La ambientación era futurista, paredes grises, adornos cromados, luces suaves. Mucho control y personal de vigilancia; pedí un trago, dispuesta a seguir escuchando esa hermosa voz; pero las luces mortecinas, la excursión, el paseo con Pedro (mi amigo y guía particular) y el alcohol estaban haciendo su efecto. Así que abandoné al grupo, y regresé a la habitación, entre las risas burlonas de los que se quedaban a trasnochar.
Corrí las cortinas del baño, me sumergí en el jacuzzi; la vista nocturna era fantástica. Desde el cuarto piso podía ver el mar y un trozo de la ciudad. Del otro lado de la bahía se divisaban los potentes reflectores de un monumento histórico.
Mis párpados pesaban una tonelada, y salí del agua. Envuelta en la bata de baño me tiré sobre la cama y quedé profundamente dormida. Me estaba despidiendo de la Capital de Cuba. Era la última noche de mi estadía.

Magui Montero

viernes, 5 de diciembre de 2008

UNA TARDE AL RITMO DEL SON

Una habitación no demasiado grande, dos mujeres y un hombre ya mayores, conversaban animadamente cuando entramos. Saludaron con afecto al improvisado guía, mientras echaban miradas desconfiadas hacia mí, que permanecía parada cerca de la puerta.
El taxista (a quién daré el nombre supuesto de Pedro) les explicó la razón por la que me había traído, y sus rostros cambiaron.
Ambas mujeres, eran más bien pequeñas y entradas en carnes; una de ellas más morena que la otra. La que parecía mayor, llevaba el cabello recogido en un pequeño rodete, que dejaba escapar rizos entrecanos; la más joven tenía pelo corto. Se acercaron sonrientes dándome sonoros besos en la mejilla. El anciano, delgado, de escaso pelo, ojos grandes, rostro lleno de arrugas, se sacó la gorra que llevaba puesta y extendió la mano, cuando Pedro hizo las presentaciones.
El lugar era una especie de pequeño bar, había un mostrador de madera lustrada, unas mesas y sillas, todo de diseño antiguo. El ambiente poco iluminado, piso de cemento alisado, las paredes mostraban rastros de humedad y restos de varias capas de pintura, estaba limpio, pero olía a tabaco fuerte. No sabían como comportarse, que ofrecerme, supuse que se sentían incómodos, por esta llegada imprevista de alguien desconocido. Pensé en decir algo más que solo responder las preguntas lógicas de nombre, lugar de donde provenía y como era mi familia.
Les conté que andaba de paseo, quería escuchar música, conocer gente; que era una persona de trabajo. Se reían de mis ocurrencias y al poco rato me sentí rodeada de amigos.
La tarde caía, alguien trajo una guitarra, Pedro cajoneaba en la mesa, poco a poco se asomaron otras personas más; reconocí sentada en el escalón a una de las niñas que había visto jugar en la vereda, cuando caminaba con Pedro. La melodía que entonaba el anciano intérprete, era suave, rítmica, la voz ronca pero melodiosa. La niñita se paró, movía piecitos y caderas con la sensualidad de una mujer adulta. Mi reciente amiga me susurró sonriente y con orgullo – es mi nieta. Yo batía palmas, me sentía feliz de haber encontrado gente simple, sencilla, que me permitía ir conociendo otro rostro diferente de la Cuba turística. Con algunos tragos de alcohol encima, me animé a bailar unos pasos y canté con ellos trozos de viejas canciones.
Antes de partir, les dejé pequeñas cosas que traía en la mochila; enojada conmigo misma por no tener más que ofrecerles a cambio de tan bonitos momentos. Los caramelos, el jabón, dentífrico, dos bolígrafos, el cuaderno de notas, al cual le arranqué las hojas escritas, la toalla de mano y el desodorante; fueron recibidos como tesoros. Pagué las bebidas y salí sonriente. En la mochila solo quedaba una cámara de fotos, las hojas cortadas del anotador, una botella con restos de agua mineral, y el dinero justo para pagarle a Pedro.
La noche había caído, caminamos hasta el automóvil; poca luz en la calle, pero no tenía miedo, me sentía cuidada y protegida. Cuba mostraba el corazón de su gente, tan cálido como yo me imaginaba.
Eran las 10,00 de la noche cuando nos despedimos con Pedro a pocos metros de la puerta del hotel. Le di un fuerte abrazo, sabiendo que tal vez no lo volviera a encontrar. Le brillaban los ojos cuando dije, muchas gracias por entenderme, a lo que él respondió, gracias a usted por ser distinta.
Me quedé mirando el viejo automóvil que se perdió a la distancia y entré en el lobby del hotel. Ahora si, podía decir que estaba conociendo La Habana.

Magui Montero
NOTA: Imagen extraída de internet