jueves, 13 de agosto de 2009

La experiencia que marcó mi vida - Ascenso al Waina Picchu

Nota Aclaratoria: Decidí colocar en este lugar un relato titulado “La Piedra” cuyo Derecho de Autor me pertenece y se encuentra junto a muchos otros, en etapa de edición en mi libro de próxima aparición. La decisión se basa en que éste narra sucesos e impresiones ocurridas durante el ascenso a ésta montaña. Espero que les agrade. Magui

LA PIEDRA
Era un sueño largamente postergado. Había pasado diferentes etapas de mi vida hilvanando proyectos, que pensé no llegarían a hacerse realidad. Estaba en un momento crucial en que debía tomar decisiones, necesitaba reflexionar sobre cual sería el camino a seguir; la experiencia me decía que para ello debía irme lejos, el contacto con la naturaleza y los restos de una civilización por la que sentía profunda curiosidad, orientó mis pasos hacia el centro espiritual de los primigenios sacerdotes de Macchu Picchu.
Mi camino fue pausado, los ojos y el corazón se inundaban de colores, perfumes y sensaciones que superaban en mucho las expectativas que llevaba. El conocimiento de seres parcos y piel color bronce, paisajes diferentes, ciudades antiquísimas, ríos caudalosos, lagos de plácidas aguas, islas de increíble belleza fueron plasmando hitos en mi espíritu, preparándome para el momento trascendental.
A medida que transcurrían los días sentía que dentro de mí, se iba produciendo una transformación, por la percepción diaria de ese pueblo extraño y aferrado a tradiciones, mientras continuaba adentrándome en el Cusco (1). La gente aun conversaba fluidamente en lengua quechua, el idioma de sus mayores; las costumbres ancestrales eran diferentes a lo que conocía hasta entonces de otras regiones; los antepasados habían logrado construir palacios, templos y fortalezas de una belleza indescriptible, con diseños y ubicación en equilibrio cósmico tan perfecto que resultaban inexplicables muchas de ellas, aun para la ciencia actual.
Con el transcurso de los días, me sentí sorprendida, por los relatos de los guías locales, sobre la destrucción y humillaciones a que se los había sometido en nombre de una catequización hecha a látigo y punta de espada, sin respeto por los que demostraban mayor sabiduría a la europea de aquel momento, solo que la cultura Tahuantisuyo había honrado la naturaleza.
Entonces entendí el dolor de un pueblo al que se obligaba a festejar el “Día de la Raza”, cuyo significado era para ellos conmemorar el martirio de los suyos en defensa de sus creencias y costumbres.
Macchu Picchu era como la coronación del espíritu de aquellos seres, una ciudadela que representaba el santuario perfecto, la demostración de que a pesar de las muchas centurias transcurridas, aun persistía tercamente, diciendo aquí estoy; este es el mundo que nosotros quisimos.
En el amanecer de Macchu Picchu, el rostro del Inca se perfilaba a la salida del sol, perfectamente dibujado por la propia naturaleza. La creencia popular decía que quien se atrevía a escalar el Wayna Picchu (2) – la nariz del Inca – para que los rayos del sol lo tocaran al amanecer en la cumbre, tendría la paz que ansiaba y la protección de sus pasos futuros. Era el momento indicado; sin estar planeado, había llegado justamente entre el solsticio de verano y el equinoccio. A las siete de la mañana, cuando aun Macchu Picchu estaba en semipenumbras y rodeada de una densa neblina, comencé a escalar.
Sabía que me llevaría más tiempo que a los jóvenes y los deportistas, mis años de fumadora empedernida, me decían que no era adecuado hacerlo, pero eso aumentaba la obstinación por emprender el ascenso. Había aceptado los consejos de guías y gente avezada con la sugerencia de no llevar mucho peso. Mi mochila tenía una provisión de agua mineral, linterna, capa de lluvia, una fruta y dos sándwiches.
El trayecto no era difícil, un sendero angosto, muy escarpado y empinado pero perfectamente delimitado llevaba a la cumbre, en algunos tramos todavía resistían el paso del tiempo escaleras talladas en la roca por los antiguos habitantes de la ciudadela. El espacio no era mayor a los sesenta o setenta centímetros, salvo en pequeños lugares, donde se ensanchaba un poco, permitiendo descansar durante la ascensión, de un lado la pared montañosa, y del otro el vacío. En medio de la cerrada vegetación podía observar por momentos el caudaloso río Urubamba, afluente del Amazonas, y la ciudadela, que iba empequeñeciéndose a medida que trepaba.
Varias personas iban escalando, algunos se ayudaban con bastones, otros tomándose de las piedras; eran pequeños grupos de risueños jóvenes en busca de aventuras y buenas fotos, que habían viajado desde distintos países y se intercambiaban bromas.
Yo subía en silencio, respiraba agitada, me temblaban las piernas, descansaba cada vez con mayor frecuencia, hasta que finalmente llegué a la cumbre. Un majestuoso entorno se extendía a mis pies, la vegetación tenía matices azulinos y realicé el rito que me habían indicado, abrí los brazos en cruz, y puse mi rostro hacia el este para que me llegara de lleno la luz del sol. Luego bajé unos pocos metros, para sentarme a descansar en un lugar resguardado del intenso viento que soplaba, me ubiqué al cobijo de una piedra, comí la fruta y tomé un poco de agua.
Permanecí con los ojos cerrados, deseando poder compartir con alguien, estos instantes tan intensos. Quedé algo adormilada, hasta que el viento se hizo más fuerte, silbaba y pequeñas gotas de agua empezaron a caer. Cuando abrí los ojos; ya nadie quedaba en la cumbre, habían emprendido el regreso hacia la ciudadela, ante la inminente tormenta que se gestaba, haciendo peligroso el descenso.
Estaba desorientada; la lluvia y el viento ya caían con fuerza y comencé a buscar el sendero para volver. Giré hacia el lado derecho, vi una pequeña flecha casi desdibujada y supuse que tomaba el camino correcto. Lenta y cuidadosamente hacía los pasos, no se veía mas allá de los dos metros de distancia, el agua bajaba con fuerza desde la cima formando pequeñas cascadas que corrían arrastrando piedras, tornando riesgoso el trayecto. Noté la vegetación espesa y algunos árboles que crecían en el precipicio, cubrían con su fronda el camino, formando un túnel sobre mí, haciendo que me sintiera más protegida.
Anduve durante aproximadamente una hora, hasta que llegué a la planicie, de no más de cien metros de lado. Sobre la pared de la montaña se abría una caverna, un poco más allá los restos de la pequeña construcción que era “el Templo de la Luna” y otras edificaciones; luego solo el precipicio, rodeado de árboles y lianas y fue allí donde me di cuenta del error. Había bajado la montaña, pero hacia el lado opuesto, no había posible retorno sin escalarla nuevamente. Estaba agotada, el agua se había colado bajo la capa de lluvia dejándome empapada y seguía lloviendo. Decidí guarecerme en la gruta que tenía un cartel indicador, decía “La Gran Caverna”, era lugar sagrado; por otra parte según antiguas creencias la Luna protegía a las mujeres y traté de tranquilizarme.
Mordisqueé un sándwich, tome algo de agua y me senté, mientras miraba, lo que parecían antiguas catacumbas. El silencio era roto solo por el sonido de la lluvia ó el aletear de algún pájaro buscando refugio. Los músculos dolían por el esfuerzo de más de tres horas de camino desde que salí de la ciudadela, y el temor comenzó a surgir. ¿Tendría fuerzas para enfrentar otra caminata? En este último tramo había cruzado frágiles pasarelas de madera, atadas con sogas, que se balanceaban sobre el vacío, sentía que la voluntad me estaba abandonando, pero apelé nuevamente a mi tozudez.
La lluvia estaba amainando, era hora de volver. La entrada a ese sector cerraba a las cinco de la tarde, luego se verificaba si quedaban personas registradas sin regresar, para iniciar la búsqueda. Había escuchado que pocos meses antes un extranjero se perdió y no se pudo recuperar el cuerpo.
Levanté la mochila, la puse en mis espaldas y comencé a caminar. Cada paso significaba un esfuerzo tremendo, las botas de escalar, parecían pesar toneladas, la ropa húmeda incomodaba; pero decidí hacer caso omiso a esos detalles y continué ascendiendo. Estaba arribando a la punta, cuando encontré un jovencito, sentado en uno de los descansos donde se ensanchaba la senda, los ojos mostraban angustia, tenía el jeans y una remera sin mangas totalmente mojados, los labios morados le temblaban por el frío y pude notar su alegría en cuanto me vio aparecer.
- Hola! - le dije - ¿qué haces aquí a esta hora? ¿Necesitas ayuda, te sucede algo?
Las palabras brotaban a borbotones, no quería demostrar mi alivio de encontrar otro ser humano en esa desolada senda, pues suponía que todos los visitantes habían regresado.
- Me sorprendió la lluvia, no traje equipo y hace frío. Yo entendí que la cumbre estaba más cerca, que solo eran unos minutos, mi familia está esperándome abajo.
- Toma mi capa de lluvia, ya dejó de llover, pero vos necesitas ponerte algo encima. ¿quieres un sándwich y un poco de agua?
- Si, gracias, tengo sed.
- Bien, es hora de continuar, ya es muy tarde. Vas por el camino equivocado, debes girar hacia atrás. Tenemos que ir la cima, y descansar un rato, para iniciar el descenso.
- No se preocupe, hace una hora que estoy sentado aquí, caminaré delante suyo y aviso que ya baja, así puede volver despacio, muchas gracias por su ayuda.
- Adiós amigo, nos vemos abajo.
Cuando llegue a la cumbre, ya no se veían rastros del muchacho, me senté agotada por el esfuerzo, pero ahora más tranquila, pues esperarían mi llegada.
La niebla aun cubría todo con un manto algodonoso, el viento helado parecía acariciarme, el sol se filtraba de ratos formando un arco iris majestuoso. Bajaba lentamente y desde lejos oí el lastimero sonido del erke, acompañado de parches y cascabeles. Recordé que ese día había un acto en que Macchu Picchu se postulaba a ser elegida como una de las maravillas del mundo; la emoción me superó e hizo el resto; ya no había lluvia, pero sentí el rostro húmedo por las lágrimas. Sabía que no debía levantar nada de la ciudadela, pues estaba prohibido; pero no me indicaron nada respecto a este lugar. Me agaché y recogí una piedra pequeña, no mayor que el tamaño de mi puño, desde la montaña sagrada de Wayna Picchu. La música interpretada con instrumentos legendarios me acompañaba envolviéndome mágicamente, y se perdía a lo lejos con el eco; pensaba en lo que había ocurrido e hice una promesa, al tiempo que apretaba fuertemente el trozo de roca.
Si había logrado atravesar este escollo, no habría en el futuro situación difícil que fuera insuperable. Cada angustia, cada pena, que afrontase; con solo mirar esa piedra – que acompañó mi regreso – podría resurgir el ánimo, me infundiría valor. Tenía la más absoluta convicción, que no existirían imposibles, si en ello ponía mi esfuerzo y voluntad.
Nuevamente estaba llegando a la ciudad sagrada; las nubes iban abriéndose. Macchu Picchu se veía hermosa al atardecer y los rayos del sol hacían resplandecer la Ciudad Dorada de los Incas…
(1) Cusco: En 1933, el XXV Congreso de Americanistas opta por el nombre CUSCO con ¨S¨, tomando como base el vocablo quechua QOSQO, que significa Centro u Ombligo de la cultura Inca o cultura del Tahuantinsuyo. También Cosco. En Perú se lo escribe con s.
(2) Wayna Picchu constituye un espolón que forma parte de la montaña, cuya base está bañada por el río Urubamba. Su nombre quechua significa “montaña aguja” o montaña joven” también llamada la nariz del Inca. Desde allí se pueden apreciar las construcciones de Macchu Picchu.
NOTA: Todas las fotografías pertenecen a distintos momentos del ascenso al Waina Picchu, y el recorrido hasta La Gran Caverna.
Magui Montero