Todos los días cuando regresaba al Hotel desde la playa, me agradaba ver las toallas y toallones plegados sobre la cama, formando canastas, cisnes, abanicos, decorados con flores naturales y una pequeña notita deseándome que pase buena jornada, firmada por la persona que había acomodado y limpiado el desorden habitual cuando uno está de vacaciones. Era un detalle cálido que me hacía sentir atendida y mimada por la gente del hotel. Era una de las cosas que me agradaban, tanto como la buena predisposición a explicarme cosas, conversar o sugerir paseos. Es cierto que era su tarea, pero ciertamente excedía lo que había podido ver en otros lugares. Así aprendí a respetar la forma en que realizaban su trabajo.
En el bar, una delgada y hermosa mujer, tocaba con maestría el piano de cola allí instalado, eran canciones de diferentes lugares y supe que en realidad se trataba de una eximia concertista, ejecutando otro tipo de música fuera de la clásica, como una manera de ganarse la vida.
Empecé a curiosear entre quienes cumplían distintas funciones dentro de la estructura del personal. En su mayoría eran profesionales de las más diversas especialidades, que en otros países hubiesen tenido un buen nivel económico y aquí realizaban humildes trabajos; ponían lo mejor de sí desempeñándose con eficiencia, sin importar cual fuera la función que tenían.
Pensaba que si bien es cierto ello lo hacían para mejorar los ingresos de su hogar; también muchísimos profesionales de otros países debían aprender de ellos en cuanto a humildad y don de gentes; evitando tratar con aires de superioridad a quienes suponen de menor nivel.
Por las mañanas luego del desayuno, iba a la playa, a tomar sol y disfrutar del paisaje, nadaba un poco, comía cualquier tontería acompañada de grandes vasos de jugos de fruta o licuados para aprovechar la jornada, pues ya faltaba muy poco para emprender el regreso y recién al anochecer, comía una buena cena.
Uno de estos
días fui testigo de algo que me divirtió. Vi cerca de mí una hermosa joven, de cuerpo escultural, piel bronceada, cabello oscuro hasta los hombros; la había oído hablar español bastante elemental, pues era italiana. Habitualmente solía ir a la playa con otra chica que supuse sería su hermana, pero hoy andaba sola.
Los habituales “tiburones humanos” nadaban cerca de ella, buscando entablar conversación. Eran tres y trataban de ganarse su interés comentando la temperatura del agua, el paisaje, reían y se pavoneaban; parecían amigos entre ellos. La chica respondía con monosílabos, sonreía pero no les prestaba atención, salió del mar y se tiró en la arena. –Creo que era una forma de escapar al asedio de los muchachos que no cejaban en su intento; más que deseos de seguirse bronceando- pero “los galanes” vinieron y se sentaron cerca de ella. En ese momento, alcancé a ver que se acercaba la otra chica. Los jóvenes dibujaron su mejor sonrisa, imaginando que ya tenían la noche de juerga armada. Pero la reacción no se hizo esperar; ante la sorpresa de quienes éramos involuntarios observadores de la escena, les dirigió unas palabrotas perfectamente entendibles en cualquier idioma; tomó del brazo a la sensual muchacha y mirándolos dijo: es mía! Le dio un beso en la boca y se la llevó con ella. Yo hundí la cabeza en la arena, para ahogar la carcajada que pugnaba por soltar, ante la frustración de los presuntuosos; mientras los tres, rojos por el papelón, empezaron a hacerse burla, rieron entre ellos y se metieron de nuevo al mar.
Apenas era la siesta cuando empezó a nublar, gruesos goterones caían en medio de truenos y un viento fuerte se desató. Volví a la habitación, y quedé dormida. Llovió hasta el atardecer, la jornada estaba más fresca y seguía corriendo viento. Entonces decidí salir a pasear en una especie de trencito que recorría los complejos hoteleros, fui conociendo diversos lugares que no había visitado, estuve en un centro de compras, solo mirando, pues los precios eran inalcanzables; finalmente quedé sentada nuevamente frente al mar, en un lugar hermoso, cubierto de piedras. Las olas rompían varios metros debajo, rugientes y me salpicaban; aunque me negué a salir durante un rato, pues el espectáculo era imponente.
Regresé caminando al hotel, había parado de llover, podía percibir en el aire el perfume del césped húmedo. Por la noche, fui al teatro del hotel, era un espectáculo de danzas típicas y un grupo que cantaba canciones latinas; pero estaba algo melancólica y decidí retirarme temprano.
Era la primera vez que me alejaba por tantos días de la familia; había comenzado a extrañar.
La experiencia de conocer dos bonitos países, tan diferentes al mío era muy linda, aunque cuando oía las voces queridas a través del teléfono, me apenaba no tenerlos cerca para compartir con ellos todo lo que estaba disfrutando. Ya hacía un mes que había partido. Al día siguiente, regresaba a Argentina. Había vivido intensas sensaciones en ese viaje maravilloso por dos países del Caribe. No sabía si alguna vez regresaría, pues era una persona común, sin demasiados recursos; solo la casualidad -o la suerte- me habían permitido cumplir este sueño; todas mis impresiones quedarían grabadas dentro de mí para siempre.
Magui Montero
En el bar, una delgada y hermosa mujer, tocaba con maestría el piano de cola allí instalado, eran canciones de diferentes lugares y supe que en realidad se trataba de una eximia concertista, ejecutando otro tipo de música fuera de la clásica, como una manera de ganarse la vida.
Empecé a curiosear entre quienes cumplían distintas funciones dentro de la estructura del personal. En su mayoría eran profesionales de las más diversas especialidades, que en otros países hubiesen tenido un buen nivel económico y aquí realizaban humildes trabajos; ponían lo mejor de sí desempeñándose con eficiencia, sin importar cual fuera la función que tenían.
Pensaba que si bien es cierto ello lo hacían para mejorar los ingresos de su hogar; también muchísimos profesionales de otros países debían aprender de ellos en cuanto a humildad y don de gentes; evitando tratar con aires de superioridad a quienes suponen de menor nivel.
Por las mañanas luego del desayuno, iba a la playa, a tomar sol y disfrutar del paisaje, nadaba un poco, comía cualquier tontería acompañada de grandes vasos de jugos de fruta o licuados para aprovechar la jornada, pues ya faltaba muy poco para emprender el regreso y recién al anochecer, comía una buena cena.
Uno de estos

Los habituales “tiburones humanos” nadaban cerca de ella, buscando entablar conversación. Eran tres y trataban de ganarse su interés comentando la temperatura del agua, el paisaje, reían y se pavoneaban; parecían amigos entre ellos. La chica respondía con monosílabos, sonreía pero no les prestaba atención, salió del mar y se tiró en la arena. –Creo que era una forma de escapar al asedio de los muchachos que no cejaban en su intento; más que deseos de seguirse bronceando- pero “los galanes” vinieron y se sentaron cerca de ella. En ese momento, alcancé a ver que se acercaba la otra chica. Los jóvenes dibujaron su mejor sonrisa, imaginando que ya tenían la noche de juerga armada. Pero la reacción no se hizo esperar; ante la sorpresa de quienes éramos involuntarios observadores de la escena, les dirigió unas palabrotas perfectamente entendibles en cualquier idioma; tomó del brazo a la sensual muchacha y mirándolos dijo: es mía! Le dio un beso en la boca y se la llevó con ella. Yo hundí la cabeza en la arena, para ahogar la carcajada que pugnaba por soltar, ante la frustración de los presuntuosos; mientras los tres, rojos por el papelón, empezaron a hacerse burla, rieron entre ellos y se metieron de nuevo al mar.
Apenas era la siesta cuando empezó a nublar, gruesos goterones caían en medio de truenos y un viento fuerte se desató. Volví a la habitación, y quedé dormida. Llovió hasta el atardecer, la jornada estaba más fresca y seguía corriendo viento. Entonces decidí salir a pasear en una especie de trencito que recorría los complejos hoteleros, fui conociendo diversos lugares que no había visitado, estuve en un centro de compras, solo mirando, pues los precios eran inalcanzables; finalmente quedé sentada nuevamente frente al mar, en un lugar hermoso, cubierto de piedras. Las olas rompían varios metros debajo, rugientes y me salpicaban; aunque me negué a salir durante un rato, pues el espectáculo era imponente.
Regresé caminando al hotel, había parado de llover, podía percibir en el aire el perfume del césped húmedo. Por la noche, fui al teatro del hotel, era un espectáculo de danzas típicas y un grupo que cantaba canciones latinas; pero estaba algo melancólica y decidí retirarme temprano.
Era la primera vez que me alejaba por tantos días de la familia; había comenzado a extrañar.
La experiencia de conocer dos bonitos países, tan diferentes al mío era muy linda, aunque cuando oía las voces queridas a través del teléfono, me apenaba no tenerlos cerca para compartir con ellos todo lo que estaba disfrutando. Ya hacía un mes que había partido. Al día siguiente, regresaba a Argentina. Había vivido intensas sensaciones en ese viaje maravilloso por dos países del Caribe. No sabía si alguna vez regresaría, pues era una persona común, sin demasiados recursos; solo la casualidad -o la suerte- me habían permitido cumplir este sueño; todas mis impresiones quedarían grabadas dentro de mí para siempre.
Magui Montero