Esa noche, después de la reconfortante ducha de agua caliente, me senté en un banco hecho de bloques de sal que estaba en la parte frontal del refugio; había mucho silencio, solo cortado por el ulular del viento. Mientras saboreaba una cerveza, desde la altura divisaba a mis pies el caserío de La Candelaria. La luna iluminaba a lo lejos el Salar de Uyuni. Intercambié algunas palabras con un viajero de Alemania, pero preferimos adherirnos al la paz reinante y observar el bello paisaje a nuestros pies, de una intensidad sobrecogedora.
Eran las once de la noche cuando me fui a acostar, la mayoría de los excursionistas descansaba. Entré en puntillas a la habitación y me metí en la cama; la mochila estaba a mi lado, con la ropa lista. Nos despertarían a las 4 a.m. Pensaba como sería la experiencia que me aguardaba cuando me quedé dormida.
Puntualmente Raúl golpeó la puerta de la habitación avisando que era hora de levantarnos; a tientas busqué mi linterna, me vestí y fui a higienizarme en la oscuridad. Me cruzaba con otros viajeros que a la luz de sus linternas iban y venían preparando el equipaje para la partida.
Cargamos todo en el Jeep y partimos entusiasmados y somnolientos. A los cinco minutos estábamos en medio del salar. La oscuridad era casi total, solo se veían como pequeñas luciérnagas los faros del resto de los vehículos que habían salido casi al mismo tiempo. Mordisqueaba un chocolate para aplacar el frío, mientras trataba de ver un poco más allá, escudriñando en las tinieblas.
Desde el lado derecho observé una tenue claridad y el cielo comenzó a pintar de rosado pequeñas nubes; el alba se estaba anunciando. Pregunté cuando pararíamos para ver amanecer. Raúl respondió que faltaban unos quince minutos, que me quedara tranquila; pero yo me revolvía inquieta en el asiento y deseaba que frenara el vehículo para bajarme, la ansiedad se hacía sentir.
Muy contrariamente, mis compañeros de viaje dormitaban, así que me dediqué a ubicarme mentalmente en el recorrido que hacíamos.
Si la claridad venía de mi lado derecho, significaba que nos dirigíamos en sentido norte, pero no veía ruta ni demarcación alguna. Solo la planicie que a esta hora tenía un gris oscuro. ¿Cómo sabían hacia donde ir? Estaba sumida en esta meditación cuando el Jeep frenó en medio de la nada; la claridad era mayor y el frío empañaba ligeramente los cristales. ¡Hora de bajar! –dijo Raúl- En pocos minutos más empezará a asomar el sol.
Prontamente dejé el vehículo e inicié mi secuencia de fotografías. Cada 3 o 4 minutos cliqueaba la cámara. El suelo se veía casi negro, pero la claridad avanzaba. En determinado momento una fina línea de luz cruzó el horizonte en nuestra dirección, tiñendo el paisaje de un naranja candente; luego fue creciendo hasta tornarse en una esfera de fuego frente a nosotros. Vi el sol a la altura de mi pecho, con un horizonte sin límites, al tiempo que todo el salar tomaba una ligera tonalidad celeste hasta que el sol despegó de su horizontalidad y el celeste tornó a un blanco refulgente y cegador.
En este momento, me alejé de mis compañeros, temía que me hicieran destinataria de las bromas y risas, porque sentí que las lágrimas brotaban silenciosamente. Era un paisaje inusitado, increíble, diferente. Parada en medio de ese desierto de sal de 12.000 km2 (me habían informado que era el más extenso del mundo), estaba sintiendo igual emoción que cuando vi el mar por primera vez.
Yo soy nacida y criada en una tierra diferente, con montes y espinos, con zonas selváticas y arenales, ahora podía ver un mundo distinto, una de esas bellezas que la naturaleza nos guarda para quienes sabemos admirarla. Quedé parada y poco a poco comencé a girar para mirar hacia todos los puntos cardinales. Era una alfombra blanca, con rebordes craquelados y muy lejos, como si fueran los bordes de una bandeja se vislumbraban ondulaciones que la distancia pintaba de color azulino, entrelazándose con el cielo.
Luego las fotos fueron nuestra diversión, las sombras larguísimas, las poses payasescas, la toma más loca, aprovechando el juego de tener un horizonte ilimitado e invisible. Continuamos nuestro recorrido, el frío había calmado, teníamos hambre pues estábamos sin desayunar. Margarita distribuyó galletas golosinas y jugo, prometiéndonos que desayunaríamos al llegar a la Isla del Pescado.
Aproveché que la conversación fluía naturalmente comentando distintas cosas sobre ese precioso lugar y le pregunté a Raúl cómo se guiaban allí, donde no había una ruta demarcada; pensando en que era aun más difícil orientarse en el momento de las lluvias, cuando todo el salar se transformaba en un inmenso espejo del cielo, haciendo difícil la ubicación en terreno. ¿Acaso se guiaban por las estrellas, como los antiguos marinos? ¿Usaban brújula o G.P.S.? (Sistema de posicionamiento geo-referencial) No, nada de eso –respondió Raúl- mira allá al frente, esa montaña que se destaca sobre las demás, es nuestra guía es el Volcán Tunupa. Sabemos que en cualquier parte del salar que estemos, debemos dirigirnos en esa dirección; aquí la naturaleza se encarga de orientarnos.
Así entre conversaciones y risas llegamos a la “Isla del Pescado” que toma ese nombre debido a la forma que tiene. Se alza en medio del Salar, como un oasis de piedra y cactáceas; antiguamente (como todo el Salar de Uyuni) formaba parte del lecho marino, junto a lo que actualmente es el Lago Titicaca. Hace millones de años, debido a los movimientos de las placas tectónicas se elevaron; por ello es que en la Isla del Pescado se pueden observar restos de conchas, corales y algas marinas petrificadas.
El lugar es hermoso, trepé hasta la cima, por caminitos de piedra, descubriendo pórticos, cuevas y arcadas que natura había formado. Anduvimos un rato explorando y curioseando; bajamos hasta las mesas y bancos de sal, donde nos esperaba un suculento desayuno preparado por Margarita y sus mágicas manos hacedoras de delicias que calmaban nuestro apetito y nos reconfortaban.
Compartimos algunos momentos con otras personas de diferentes excursiones y continuamos viaje rumbo a “Ojitos de Agua”. A simple vista, no puedes diferenciarlo del resto de la planicie, pero en esa zona corren ríos subterráneos de agua salada y muy helada (según dicen tienen propiedades curativas) Rompes la corteza y puedes extraer trozos de sal cristalizada (más bien petrificada) de diversos colores (de acuerdo a lo que la porosidad le haya permitido absorber) en su interior. Logré sacar un trozo de color violáceo, un verde, un amarronado, otro intensamente blanco que se irisaba en contacto con el sol y los guardé en una bolsita con mis cosas personales. Fuera de las fotografías y la evocación de los instantes vividos, esto sería el recuerdo más palpable de mi paso por el Salar de Uyuni.
Desde allí fuimos a Coquesa, al borde norte, un pequeño caserío donde se encuentran depositadas en un pequeño Museo, las momias que hace pocos años fueron descubiertas en un lugar cercano del Volcán Tunupa (5435 m)
La excursión continuó con nuestra visita al antiguo hotel Playa Blanca, ahora convertido solo en Museo, con grandes estatuas, mobiliario y figuras íntegramente realizadas en sal, allí está enclavado el monolito de las banderas, donde es típica la realización de una fotografía recordatoria, tomando la bandera del país al que perteneces. Este lugar, dejó de explotarse como hotel por cuestiones atinentes a la ecología, pues los desechos resultantes de su funcionamiento perjudicaban el Salar.
Más tarde pasamos por el lugar donde se realiza la extracción de sal con fines comerciales- Nuevamente pude observar que los obreros esconden su rostro o dan la espalda para no ser retratados mientras cumplen su tarea.
Algo más tarde de mediodía llegamos al pueblo de Puerto Chuvica, donde compartiríamos el último almuerzo juntos. Adquirimos artesanías y miniaturas bellamente talladas por pocas monedas en la feria del lugar, paseamos un rato; observamos a la distancia el Hotel Internacional en construcción fantásticamente diseñado, que en el futuro tendrá hasta su propio aeródromo. (Esa cuestión me molestó bastante, pues una de las principales reliquias de este lugar es el silencio que permite escuchar el sonido de la naturaleza)
La expedición llegaba a su fin. Atardecía cuando llegamos a Uyuni. Un ir y venir de mochileros de todas partes del mundo, la peatonal con cervecerías, pubs, cyber-cafés, agencias de turismo y música estridente ponía fin al maravilloso viaje, incorporándonos de un empujón en el momento actual.
El pueblo contaba una larga historia de pasado ferroviario durante la proliferación de la industria minera floreciente en otra etapa.
Ahora plenamente dedicado al turismo, Uyuni se adentraba en una instancia diferente. Aun así el paso lento y tranquilo de los bolivianos, sus voces quedas y su mirar profundo, nos decían que a pesar de todo, la gente oriunda del lugar, seguía viendo a la distancia, atrapados por la magia de los silencios y los colores que el sol ponía en cada bloque forjando un arco iris de sueños para ellos y para quienes habíamos tenido la oportunidad de visitarlos.
Eran las once de la noche cuando me fui a acostar, la mayoría de los excursionistas descansaba. Entré en puntillas a la habitación y me metí en la cama; la mochila estaba a mi lado, con la ropa lista. Nos despertarían a las 4 a.m. Pensaba como sería la experiencia que me aguardaba cuando me quedé dormida.
Puntualmente Raúl golpeó la puerta de la habitación avisando que era hora de levantarnos; a tientas busqué mi linterna, me vestí y fui a higienizarme en la oscuridad. Me cruzaba con otros viajeros que a la luz de sus linternas iban y venían preparando el equipaje para la partida.
Cargamos todo en el Jeep y partimos entusiasmados y somnolientos. A los cinco minutos estábamos en medio del salar. La oscuridad era casi total, solo se veían como pequeñas luciérnagas los faros del resto de los vehículos que habían salido casi al mismo tiempo. Mordisqueaba un chocolate para aplacar el frío, mientras trataba de ver un poco más allá, escudriñando en las tinieblas.
Desde el lado derecho observé una tenue claridad y el cielo comenzó a pintar de rosado pequeñas nubes; el alba se estaba anunciando. Pregunté cuando pararíamos para ver amanecer. Raúl respondió que faltaban unos quince minutos, que me quedara tranquila; pero yo me revolvía inquieta en el asiento y deseaba que frenara el vehículo para bajarme, la ansiedad se hacía sentir.
Muy contrariamente, mis compañeros de viaje dormitaban, así que me dediqué a ubicarme mentalmente en el recorrido que hacíamos.
Si la claridad venía de mi lado derecho, significaba que nos dirigíamos en sentido norte, pero no veía ruta ni demarcación alguna. Solo la planicie que a esta hora tenía un gris oscuro. ¿Cómo sabían hacia donde ir? Estaba sumida en esta meditación cuando el Jeep frenó en medio de la nada; la claridad era mayor y el frío empañaba ligeramente los cristales. ¡Hora de bajar! –dijo Raúl- En pocos minutos más empezará a asomar el sol.
Prontamente dejé el vehículo e inicié mi secuencia de fotografías. Cada 3 o 4 minutos cliqueaba la cámara. El suelo se veía casi negro, pero la claridad avanzaba. En determinado momento una fina línea de luz cruzó el horizonte en nuestra dirección, tiñendo el paisaje de un naranja candente; luego fue creciendo hasta tornarse en una esfera de fuego frente a nosotros. Vi el sol a la altura de mi pecho, con un horizonte sin límites, al tiempo que todo el salar tomaba una ligera tonalidad celeste hasta que el sol despegó de su horizontalidad y el celeste tornó a un blanco refulgente y cegador.
En este momento, me alejé de mis compañeros, temía que me hicieran destinataria de las bromas y risas, porque sentí que las lágrimas brotaban silenciosamente. Era un paisaje inusitado, increíble, diferente. Parada en medio de ese desierto de sal de 12.000 km2 (me habían informado que era el más extenso del mundo), estaba sintiendo igual emoción que cuando vi el mar por primera vez.
Yo soy nacida y criada en una tierra diferente, con montes y espinos, con zonas selváticas y arenales, ahora podía ver un mundo distinto, una de esas bellezas que la naturaleza nos guarda para quienes sabemos admirarla. Quedé parada y poco a poco comencé a girar para mirar hacia todos los puntos cardinales. Era una alfombra blanca, con rebordes craquelados y muy lejos, como si fueran los bordes de una bandeja se vislumbraban ondulaciones que la distancia pintaba de color azulino, entrelazándose con el cielo.
Luego las fotos fueron nuestra diversión, las sombras larguísimas, las poses payasescas, la toma más loca, aprovechando el juego de tener un horizonte ilimitado e invisible. Continuamos nuestro recorrido, el frío había calmado, teníamos hambre pues estábamos sin desayunar. Margarita distribuyó galletas golosinas y jugo, prometiéndonos que desayunaríamos al llegar a la Isla del Pescado.
Aproveché que la conversación fluía naturalmente comentando distintas cosas sobre ese precioso lugar y le pregunté a Raúl cómo se guiaban allí, donde no había una ruta demarcada; pensando en que era aun más difícil orientarse en el momento de las lluvias, cuando todo el salar se transformaba en un inmenso espejo del cielo, haciendo difícil la ubicación en terreno. ¿Acaso se guiaban por las estrellas, como los antiguos marinos? ¿Usaban brújula o G.P.S.? (Sistema de posicionamiento geo-referencial) No, nada de eso –respondió Raúl- mira allá al frente, esa montaña que se destaca sobre las demás, es nuestra guía es el Volcán Tunupa. Sabemos que en cualquier parte del salar que estemos, debemos dirigirnos en esa dirección; aquí la naturaleza se encarga de orientarnos.
Así entre conversaciones y risas llegamos a la “Isla del Pescado” que toma ese nombre debido a la forma que tiene. Se alza en medio del Salar, como un oasis de piedra y cactáceas; antiguamente (como todo el Salar de Uyuni) formaba parte del lecho marino, junto a lo que actualmente es el Lago Titicaca. Hace millones de años, debido a los movimientos de las placas tectónicas se elevaron; por ello es que en la Isla del Pescado se pueden observar restos de conchas, corales y algas marinas petrificadas.
El lugar es hermoso, trepé hasta la cima, por caminitos de piedra, descubriendo pórticos, cuevas y arcadas que natura había formado. Anduvimos un rato explorando y curioseando; bajamos hasta las mesas y bancos de sal, donde nos esperaba un suculento desayuno preparado por Margarita y sus mágicas manos hacedoras de delicias que calmaban nuestro apetito y nos reconfortaban.
Compartimos algunos momentos con otras personas de diferentes excursiones y continuamos viaje rumbo a “Ojitos de Agua”. A simple vista, no puedes diferenciarlo del resto de la planicie, pero en esa zona corren ríos subterráneos de agua salada y muy helada (según dicen tienen propiedades curativas) Rompes la corteza y puedes extraer trozos de sal cristalizada (más bien petrificada) de diversos colores (de acuerdo a lo que la porosidad le haya permitido absorber) en su interior. Logré sacar un trozo de color violáceo, un verde, un amarronado, otro intensamente blanco que se irisaba en contacto con el sol y los guardé en una bolsita con mis cosas personales. Fuera de las fotografías y la evocación de los instantes vividos, esto sería el recuerdo más palpable de mi paso por el Salar de Uyuni.
Desde allí fuimos a Coquesa, al borde norte, un pequeño caserío donde se encuentran depositadas en un pequeño Museo, las momias que hace pocos años fueron descubiertas en un lugar cercano del Volcán Tunupa (5435 m)
La excursión continuó con nuestra visita al antiguo hotel Playa Blanca, ahora convertido solo en Museo, con grandes estatuas, mobiliario y figuras íntegramente realizadas en sal, allí está enclavado el monolito de las banderas, donde es típica la realización de una fotografía recordatoria, tomando la bandera del país al que perteneces. Este lugar, dejó de explotarse como hotel por cuestiones atinentes a la ecología, pues los desechos resultantes de su funcionamiento perjudicaban el Salar.
Más tarde pasamos por el lugar donde se realiza la extracción de sal con fines comerciales- Nuevamente pude observar que los obreros esconden su rostro o dan la espalda para no ser retratados mientras cumplen su tarea.
Algo más tarde de mediodía llegamos al pueblo de Puerto Chuvica, donde compartiríamos el último almuerzo juntos. Adquirimos artesanías y miniaturas bellamente talladas por pocas monedas en la feria del lugar, paseamos un rato; observamos a la distancia el Hotel Internacional en construcción fantásticamente diseñado, que en el futuro tendrá hasta su propio aeródromo. (Esa cuestión me molestó bastante, pues una de las principales reliquias de este lugar es el silencio que permite escuchar el sonido de la naturaleza)
La expedición llegaba a su fin. Atardecía cuando llegamos a Uyuni. Un ir y venir de mochileros de todas partes del mundo, la peatonal con cervecerías, pubs, cyber-cafés, agencias de turismo y música estridente ponía fin al maravilloso viaje, incorporándonos de un empujón en el momento actual.
El pueblo contaba una larga historia de pasado ferroviario durante la proliferación de la industria minera floreciente en otra etapa.
Ahora plenamente dedicado al turismo, Uyuni se adentraba en una instancia diferente. Aun así el paso lento y tranquilo de los bolivianos, sus voces quedas y su mirar profundo, nos decían que a pesar de todo, la gente oriunda del lugar, seguía viendo a la distancia, atrapados por la magia de los silencios y los colores que el sol ponía en cada bloque forjando un arco iris de sueños para ellos y para quienes habíamos tenido la oportunidad de visitarlos.
Magui Montero
Referencias: Fotos 1 a 6- Amanecer en el Salar de Uyuni. 7 a 9- Isla del Pescado. 10 y 11- Ojitos de Agua. 13 y 14 - Fotos locas. 15 a 17- Hotel Museo Playa Blanca. 20- Puerto Chuvica, último almuerzo juntos. 21- Uyuni